Publicación: 7 de Agosto de 2017
Autoría: Aquileo Venganza
Luego de la tutela recibida por un juez de Bogotá en contra del Festival Rock al Parque queda en el aire el debate por la definición del rock y la participación estatal en la discusión.
Como era de esperarse este año nuevamente se levantó una polvareda en torno al Festival Rock al Parque, no precisamente a raíz de un pogo en el parque Simón Bolívar, más bien sobre los cimientos mismos que le dan nombre al evento, una base que en Colombia no podría estar más fragmentada.
El rock colombiano es hijo únicamente de su generación y nada más. A lo largo del tiempo, como ocurre con el resto de procesos musicales y artísticos en general, se fue reconfigurando, desarrollando y diversificando; involucionando, si se le observa desde una perspectiva purista.
Una definición del rock es posible, quienes se ufanan de haber utilizado al género como objeto de estudio lo advierten, lo que pasa inadvertido tal vez es esa necesidad de reconocer al público como un ente vivo, lleno de individuos cada vez más diferentes entre sí; más allá de una simple masa ignorante alienada por los contenidos mediáticos.
De qué sirve defender un proceso de construcción identitaria en torno al rock, cuando al mismo tiempo se desconocen las dinámicas sociales que se encargaron de configurarle en el pasado y las que configuran actualmente ese universo simbólico donde tiene su cabida.
Más allá de construir paradigmas de las ciencias sociales en torno a lo que es o no es el rock, habría que revisar con seriedad y con elementos de juicio suficientes, cómo se ha logrado desarrollar pese a la discontinuidad de sus momentos y sus artistas, más aún, cuáles son las características que le dan un suelo y una significación a la obra de esos creadores, es decir, una vez más el contexto que les acoge.
Si en estos momentos, como lo he escuchado decir más de una vez, Rock al Parque vale más por su historia que por su presente, por qué no hablar un poquito más de esa historia, la cual realmente nos pertenece, la cual narra cada una de esas particularidades y escuelas que nos han hecho falta como un faro a buen puerto. Será acaso que el sonido á go-go, garage y psicodélico, que reinó en el rock colombiano primigenio, fue la influencia central para el establecimiento de nuevos movimientos como el punk a finales de los ochenta y en la década de los noventa, en espacios de sociabilidad cargados de temor y violencia.
La falta de una escuela verdadera, un interés transgeneracional por explorar una forma de hacer música y sumarse a la construcción de un sonido propio, es evidente en estos casos, cuando nuevas tendencias o ‘tribus urbanas’, como el Punk, han crecido bajo condiciones muy específicas en el país, en escenarios de marginación e inequidad social. Todo esto refiriéndonos a un movimiento creado como una estética y una actitud comercial dentro del rock (¿les suena Malcolm McLaren?).
El punk no muere, como reza el refrán, personalmente he visto bandas de Hardcore Punk tocando en mitad de pogos sudorosos en pueblitos del Atlántico. Cuando la música está verdaderamente arraigada en su espacio social no necesita la validez ni el reconocimiento de ningún festival, mucho menos de leyes estatales. Ya no estamos en la década de los noventa, mucho menos en los sesenta, las luchas han cambiado, las caras también y así mismo el acceso a los contenidos musicales, cada vez más diversificados y vastos, como vasta es la geografía terrestre.
Las tiendas de discos, que se erigían como centros culturales del rock en los noventa, están en decadencia, si acaso no han desaparecido muchas de ellas. Los lugares mismos en los cuales vivir la música como una acción pública han cambiado, no por infraestructura sino por la existencia que se dibuja en ellos, por las maneras en las cuales el público se apropia de los mismos. No sería más pertinente, en un panorama en el que cada quien hace lo que le toca y defiende su propio negocio, fortalecer más esos espacios que permiten que el rock no se convierta en un producto descartable de la política estatal, sino más bien en una expresión cultural naturalizada.
El público rockero también necesita mayores lugares simbólicos para poder conocer y discernir sobre su historia propia, para poder definir lo que es su música sin que se lo imponga ningún ente estatal. En vez de fortalecer ese divorcio entre el público joven y el rock, no sería más valedero acercar las generaciones a los sonidos que ellos mismos están creando para así despertar el reconocimiento por el esfuerzo de gestar una escena consolidada y con opciones diversas. Buscar a la fuerza la definición terca y sesgada de una idea, no es más que limitarla. Para nadie es un secreto que el festival se ha sumido en decisiones políticas y comerciales que han minado su popularidad en algunas ediciones recientes y tampoco lo es que todos los fines de semana en Bogotá se hacen eventos musicales relacionados con el rock.
Así mismo como en el contexto nacional resulta excluyente una delimitación del género, también lo resultan siendo las cruzadas propias de entidades, colectivos y artistas frente al amplio margen de la movida musical y cultural que existe actualmente en el país entero. Se trata de una discusión válida por el bien del festival y en pos de la construcción de un público rockero, más cercano a la música que le gusta y que está en su entorno.
Pero cabe preguntarse de qué sirve una discusión de tal magnitud, en torno a uno de los festivales musicales más importantes del país y el continente, cuando se quiere limitar la participación de todos aquellos que forman parte de la constitución de lo que es la cultura popular colombiana en torno al rock.
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