Publicación: 31 de Agosto de 2017
Autoría: Aquileo Venganza
Hipocresía iconoclasta: los medios y el narcotráfico.
La realidad y la representación de la familia colombiana, como ícono de la subsistencia en las clases medias y bajas, es una imagen tan sobreexplotada en los medios que, tal vez a fuerza de ósmosis y omnipresencia, ha dejado atrás su condición caricaturesca para convertirse en vertedero de lo que negamos como sociedad.
Nuestra vida, como colombianos, se limita a dos escenarios, de acuerdo al universo simbólico de la familia y el individuo tele-novelizado: está la comedia, en la que los valores culturales pueden resurgir como risibles piezas de artesanía, los acentos y las jergas venden. Ni siquiera por estar en la extrema paradoja de ser exóticos, diversos y a la vez propios, más bien, por ser una sinécdoque humorística que nos dice que somos buenos porque podemos reírnos de nosotros mismos.
En el lado opuesto de esa misma balanza, nos encontramos con otra faceta nuestra, que también a fuerza de omnipresencia y ósmosis, esta vez no solo cultural, sino económica y hasta política, comenzó a redefinir las estructuras sociales, desde hace ya casi medio siglo. Ese ‘lado oscuro’ se apoderó, poco a poco, del espectro mediático en general. En otras épocas, a sangre y fuego; en estas, a fuerza de costumbre, de práctica cultural.
Los nombres de los grandes propietarios de la hegemonía mediática en el país, no son un secreto. Todos sabemos dónde se mueven los grandes capitales que se producen día a día en nuestra precaria industria del entretenimiento; precaria porque así pareciera querer serlo, y necesitarlo; intentando que el arte imite a la vida y que la vida, venda.
Esa costumbre es evidente en lo recurrente, repetitivo y, de alguna manera eficaz, que son las narconovelas y su incidencia en el contexto nacional, mostrando, efectivamente, un aspecto real de lo que representa ser colombiano en un entorno global. Más que un estigma, un espejo que amplifica lo permeada que está la identidad nuestra, del universo del narco -que ya no le pertenece solo a él- y desaparece para ser reemplazado por la bondadosa y risible representación de nuestro estratificado clasismo televisivo: lleno de seres dramatizados, sin ninguna ambición de movilidad social.
Esos mismos medios masivos, quienes novelizan, y a la vez informan, simplemente recogen lo que ya sembraron, jugando en un terreno tan rentable que no hay manera de no consumir dentro de él. Porque se trata de lo realmente propio, de atragantarse con ese caldo de divorcio y desazón que crea tanto estereotipos e indignación como identidad y reconocimiento.
También tenemos las grandes producciones nacionales e internacionales, generando contenidos a raíz de una ética y estética -del narco- que no podría ser menos ajena nuestra idiosincrasia. Además, existe otro público, creciente y ávido de voz: esa ‘indignación’ esnobista que intenta, vestida de resistencia, negar la estética de popular como representación de la cultura del narco -por su próspero matrimonio-, sin contemplar lo inmersos que ya estamos en esta y sus causas. Esa ‘indignación’ efímera y vaporosa.
Desaparecer a ese “revanchismo” social que tiene el narco, es desconocer por completo a una sociedad de estratos, de clases sociales depositadas en estos, finalmente devenidos en catalizadores de costumbres y prácticas culturales localizadas.
Esa indignación que consume se ha visto desplazada, porque, así mismo, el narco se ha transformado en una especie de ícono desparramado en cada uno de nuestros escenarios de acción social. Toda la explotación, enriquecimiento y evolución del análisis del universo narco, tiene mucho que ver con la necesidad que tenemos de desligarnos de él, tomándolo con guantes y lupa, convirtiéndolo en un objeto de análisis que se extrae de un territorio foráneo.
“Entonces, el narco se convierte en el modo paralegal para acceder a la promesa de felicidad de la modernidad: el capital, por eso lo narco es una cultura aspiracional, de superación, motivacional, de revanchismo social y billete”, dice el crítico de televisión, Ómar Rincón, precisamente, describiendo cómo esa cultura se puede observar como un camino en el cual se ha subsanado la entrada a la esfera de lo público para un gran sector marginado, durante mucho tiempo.
Vivimos entonces en una época en la que todo se mira con los ojos de un tercero, que representa y actúa la revancha de lo popular, con sus banderas y costumbres, alimentando a un público, indignado, que paradójicamente se apropia y enriquece de esta cultura por el mismo hecho de querer desligarse de ella. Vemos personas que pueden consumir y ostentar como los grandes ídolos que el capital ha ido dejando. Dramas y reclamos por igual, con la posibilidad de ser recogidos y convertidos en rentables piezas de consumo.
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