Publicación: 29 de noviembre de 2017
Autoría: Joaquín Andrés Palacio Gómez
Nací en los noventa, no vi amigos morir en de SIDA, como sí lo vivieron muchas personas en los ochenta. Sin embargo para mi generación el miedo al sexo ya era algo natural, un temor que proviene de la posibilidad de contagio. Así que llevo bastante tiempo preguntándome. ¿Cómo habría sido entonces?
Mi tía fue la primera profesional de mi familia, cursó enfermería en la universidad de Antioquia en los años sesenta. Lo pudo hacer porque se vinculó a una orden religiosa, algo que no hizo ninguno de sus nueve hermanos. Para la década de los setenta, mi familia paterna ya se había radicado en Bogotá. Ella trabajó desde entonces como jefe de enfermeras en la sala de cirugía del extinto hospital San Pedro Claver, hasta su jubilación en los noventa.
Es un personaje privilegiado para la pregunta que nació al finalizar mi pregrado en historia. ¿Por qué no hay estudios históricos sobre el SIDA en Colombia? El último semestre debíamos cursar una materia llamada ‘Seminario académico’ y el contenido depende del profesor que lo dicta, el que me tocó decidió que el curso sería sobre miedos en la historia. Era un tema interesante para alguien, que hasta entonces me resultaba tremendamente aburrido. Una sesión fue dedicada a las enfermedades. Occidente tiene una temor desmesurado a las pandemias, cimentada en la peste negra. Sin embargo el siglo XX trajo la erradicación de la viruela y parecía que la humanidad ganaba la batalla contra las enfermedades. Entonces, en los ochenta, apareció el SIDA.
Algo que logré entender, después de hacer el trabajo final, que claramente trato este tema, es que lo peor del SIDA no radica en ser una pandemia o el miedo a la desaparición de la especie. La real innovación era que, durante cinco años, los gobiernos dejaron morir de forma consciente a quienes adquirieron el síndrome.
¿La razón? Era una enfermedad de maricas, putas, drogadictos y negros. Cancer gay fue llamada en Estados Unidos, a pesar de que no es un cáncer. Faltaron recursos durante años para investigar esta nueva y rara enfermedad, y solo hubo un cambio de parecer cuando se comprobó que las personas heterosexuales también se contagian y se reveló que Rock Hudson (amigo personal de Ronald Reagan) era un paciente seropositivo. Para entonces los franceses ya habían descubierto el VIH, sin embargo las causas del contagio eran aún desconocidas.
Oliva, mi tía, cuenta que a los pacientes los marginaban, casi que eran tratados como desechables. En un principio los aislaban, se ponían tapabocas y prendas de protección ante cualquier contacto con ellos y, posteriormente, esas prendas eran incineradas. En muchas clínicas se les negó tratamiento y atención. Nadie sabía cómo funcionaba la enfermedad, si en Estados Unidos la investigación era escasa no hay necesidad explicar el panorama en Colombia.
Varones jóvenes, entre 18 y 24 años, recuerda ella, adelgazaban mucho, se deprimían, a algunos ni siquiera los visitaban y sus familias renegaban de ellos. Al principio morían de tuberculosis y neumonía. Nadie muere de eso, mucho menos un joven. Los antibióticos no funcionaban, no sabían nada de la enfermedad, solo que contagiarse era sentencia de muerte. Entonces mi papá interviene. “Allá en el barrio se suicidaron dos. Uno en el parque. Cuando se enteraban que tenían SIDA, preferían matarse”
Comprender qué se pensaba de los homosexuales y las prostitutas antes de la enfermedad era clave. Una de las fuentes que más me ilustró sobre esto fue un artículo de El Tiempo, publicado el viernes 12 de septiembre de 1980 en la página última-B, “Un hervidero de vicios.” Escrito por Héctor Sánchez, se concentra en denunciar la inseguridad del centro de Bogotá, puntualmente entre la carrera séptima entre calles 20 y 24. Para entonces, la dictadura de lo políticamente correcto no se había instaurado, y las opiniones del periodista retrataban el problema sin miedo de ofender:
“Al caer la noche el lugar es invadido por homosexuales y prostitutas, y es entonces cuando el olor de la “yerba” cubre el ambiente y comienza el tráfico de drogas. El sector está rodeado de casas de homosexuales y covachas de lenocinio cuyos moradores salen en su correría nocturna a esquilmar a incautos parroquianos y a desatar una ola de atracos que convierte la zona en un lugar de de prohibido tránsito para las gentes de bien.”
¿Qué importaba que estos depravados y desviados enfermaran y murieran? Además, los ochenta fueron difíciles para Colombia. El palacio de justicia. Armero. El narcotráfico. Las guerrillas. Los paramilitares. Las bombas. Explican en cierto grado porque el SIDA es una tragedia marginal. Mientras para Norteamérica y Europa implicó el fin de la Revolución Sexual y el retorno del miedo al sexo. Películas, series, libros y artículos se han escrito sobre esto. Pero en nuestro caso solo se trata de un pie de página en la historia de una década de tragedias. En el presente sigue siendo tabú, una enfermedad vergonzosa. A pesar de que conocemos más las formas de contagio, los tratamientos efectivos y desmitificamos algunos de los valores que la rodean; la enfermedad se transforma, pero el estigma continúa.
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