Publicación: 8 de Septiembre de 2017
Autoría: Aquileo Venganza
En ocasiones resulta difícil imaginarse a Colombia como una unidad, como un país de personas tan disímiles agrupadas por motivos realmente válidos. Columna a propósito del partido Colombia vs Brasil.
Curiosamente, en uno de los espacios donde más se alienta, de manera innata, la enemistad y la violencia en Colombia, se da, al mismo tiempo, la más verdadera comunión de personas enfrentadas que los símbolos nacionales y la historia seguramente serían incapaces de congregar. El fútbol, recoge todos los malestares, protestas, miserias y tristezas para transformarlas en pasión y aliento vital. El mismo que le da una razón para existir y subsistir a tantas personas lanzadas a tener un faro en mitad de un mar de avidez y marginalidad.
Así como son estos, nuestros límites políticos actuales, también podrían ser otros, podríamos dejar de ser fácilmente compatriotas, para ser llamados “hermanos latinoamericanos” —como se le dice al vecino para recordarle que es extranjero—. Las diferencias culturales, sociales y económicas, que abundan entre regiones, pueden llegar a ser más tangibles y presentes que la misma historia patria. Prejuicios y estereotipos más latentes, más vivos, más enseñados y practicados que cualquier relato independentista.
Solo el fútbol es capaz de empoderar y catalizar lo que verdaderamente somos de manera innata, sin filtros morales como la religión, sin códigos de conducta como el Estado, la pura crudeza de nuestros múltiples contextos y la existencia en ellos. No es de extrañar que, difícilmente, esas irreconciliables formas de ser y de hacer se vean enfrentadas a la idea de una institucionalidad centralizada, no sólo por voluntad propia, sino por la necesidad que tienen los caciques corruptos de mantener alejados sus emporios provinciales, para aprovecharse de la diferencia, no como diversidad, sino como aislamiento justificado.
Y así mismo, como desde las arcas del poder cada quien le da forma a su tierra, para volverse el único profeta en ella, así mismo, las personas que, día a día trabajan y subsisten construyendo un estilo de vida de supervivencia en condiciones propias, terminan imitando el aislamiento venenoso que el mismo poder dinástico regional escupe sobre ellos. Volviéndose seres violentos y esquizoides, guardianes férreos de valores, virtudes y hasta colores, que se deben imponer sobre los contrarios.
Los viejos tiempos del estadio se acabaron. Los que recuerdan la gente de antes, cuando las familias y las ollas llenas de comida se tomaban los clásicos futboleros. Cuando el tiempo pasaba únicamente frente a los ojos de las personas y todo era menos vertiginoso.
Y, ¿para qué sirve toda ese energía descomunal transformada en pasión y alegría? Pues para comprar, porque si algo nos demuestran los pocos espacios auténticos de comunión nacional, es que la única forma de sacar el país adelante es convirtiendo todo en un carnaval de consumo y adquisición. Que las marcas que nos dan alegría y reemplazan nuestra carencia de valores nacionales, continúen creciendo para decirle al mundo que somos uno de los países más felices y que cada vez avanzamos más en el ranking de la FIFA.
El fútbol nos demuestra que está por encima de todo, y con justa razón. No existe código de policía, ni control estatal alguno que impida que a las 3:30 p.m., con el canicular e inclemente sol de Barranquilla —con los millones de pesos invertidos en boletería, logística y parafernalia—, no se le venda una cerveza a los más de 45.000 hinchas que pasarán a desbordar las tribunas del estadio Metropolitano.
Y esas mismas tribunas desbordadas de personas de todo el país, obligadas a empujar y golpearse entre sí, sonrientes y estupefactos de alcohol y un mínimo de gloria, son realmente la representación de lo que es nuestro país, mucho más que cualquier cámara de gobierno rellena de carcamales corruptos.
Un territorio de personas dispuestas a todo por aferrarse a alguna parte de la historia que les pasa de lado, por rasguñar un poquito de grandeza, de esa de la que tienen en otras partes del mundo donde celebran logros todo el tiempo.
¿Dónde más encontrar ese hermoso consuelo? En una tribuna llena de gente borracha, atragantada de “regalos” de los patrocinadores, en el segundo tiempo, con un gol de cabeza de Radamel Falcao. No existe mayor homilía, ni mayor gesto de paz entre enemigos, que marcarle a Brasil.
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