Autoría: Laura Andrea Ruíz
Publicación: 20 Agosto 2023
Hay lugares que nos habitan, caminan por nuestro cuerpo, nos derrumban y nos encuentran, nos reparan y son capaces de pintar nuestra vida como un lienzo y llenarla de color. Aunque estemos lejos, parece que esos lugares no se van, viven siempre en nuestra memoria. Así fue como Ciudad Bolívar apareció en mi vida, con sus montañas, con su gente, con sus colores, con su fuerza. A cada lugar al que vamos siempre hay una búsqueda, aunque yo no tenía clara cuál era la mía en ese momento. Un día simplemente apareció esta publicación que decía Cuerpos Hábito: Una mirada crítica hacia las prácticas escénicas- teatro del oprimido, se trataba de un taller de teatro que tenía esta perspectiva crítica sobre las situaciones e injusticias sociales, tal vez en ese momento no lo tenía muy claro, pero decidí seguir en el camino y explorar más de qué se trataba.
Allí me encontraba, en un bus atravesando la ciudad por más de dos horas de camino, observando las distintas versiones de esta Bogotá desaforada. Al subir al transmicable tienes una visión de gran parte del territorio, puedes ver calles llenas de color y expresión, murales que gritan memoria, rostros de madres y mujeres que han construido y sembrado estas tierras, casas que cuentan historias de cada persona que ha llegado allí. Ves este territorio lleno de todos los colores, la diversidad, la memoria de cada persona que ha llevado las raíces de sus tierras. Ciudad Bolívar es la ciudad autoconstruida, levantada peldaño a peldaño, producto de la organización popular, de los encuentros, de la voz de las mujeres, de la resistencia de las personas que también llegaron desplazadas por la violencia, de la necesidad de juntarse para sobrevivir y buscar otras posibilidades de vida.
Casi son las cinco de la tarde, el transmicable va subiendo hasta la parte más alta de la loma, desde allí se observan las montañas peladas de Cerro Seco que día a día son explotadas por mineras que amenazan la vida con su extracción. Al llegar al punto más alto de una de las tres montañas que componen la localidad de Ciudad Bolívar, encuentras el Museo de la Ciudad Autoconstruida, el cual recoge las memorias y relatos de personas que han tejido el territorio, contado por medio de distintas expresiones artísticas y las voces plurales de las personas que han levantado esta localidad. En el piso de más abajo del museo, en el que se va a desarrollar el taller, se encuentran diferentes piezas artísticas trabajadas en distintos procesos comunitarios, algunas son cerámicas que guardan sueños e historias.
La cerámica requiere un proceso lento, para moldearlo, hornearlo, esperar a que se seque, pintarlo, y al ser un material tan delicado es necesario tener paciencia— nos cuenta uno de los talleristas sobre el proceso que trabajaron con las cerámicas que allí se encuentran.
También se observan algunas casitas pintadas hechas con distintos materiales que se encuentran colgando del techo, hay una de color verde con un pajarito pintado sobre la ventana, y casi parece que estuviera cantando. Es como si cada casa tuviera su personalidad, su historia, sus cicatrices y memorias. Hay unos pendones que cubren las paredes del museo, cada uno con ilustraciones en las que se observan a los jóvenes enfrentándose a unas retroexcavadoras para defender a Cerro Seco, algunos tocan la batucada, otros sostienen carteles, otros danzan, todas levantando sus voces en defensa de la montaña, de esa en la que crece la orquídea Muisca de Cerro Seco.
Vamos a comenzar con un juego sencillo, la idea es que cada uno se va a presentar diciendo su nombre, seguido de una cualidad que empiece por la misma letra de su nombre, un sonido y un movimiento. Entonces voy a empezar: mi nombre es Mariana y soy megalomaniaca— dice la profe mientras hace una expresión extraña con su cuerpo, y se empieza a retorcer.
Todos se miran, al principio tímidos, pero luego parece que el juego se hace más divertido, algunos inventan palabras, pero le dan vida con su cuerpo. Comprendo que el teatro logra conectar de otras formas a las personas, los adultos dejan a un lado su rol y empiezan a jugar, se expresan con su cuerpo, vuelven algunas memorias de la infancia cuando no hay que forzarlo tanto, no se trata de pensar, sino dejar que el cuerpo exprese y sienta.
Luego de esto, hicimos distintos ejercicios en los que debíamos construir imágenes con el cuerpo que representarán nuestro entorno. Algunos de estos ejercicios consistían en crear una máquina colectiva a partir de movimientos seguidos y repetitivos; lo que al principio parecía una máquina robótica luego se fue transformando en imágenes más complejas de nuestra realidad.
Vamos a hacer la máquina de la juventud en Colombia—dice la profe Mariana Sapienza.
disparo en la cabeza. Ante esta acción, la mayoría del público se paraliza solo un instante, y aunque es desconcertante, surge la necesidad de un cambio en la escena. Una joven se levanta de inmediato y su acción es defender al grafitero a través de la música, se levanta, mira de frente a la persona que sostiene el arma, y no permite que siga repitiendo la acción de disparar. Se levanta uno tras otro para cambiar la imagen, algunos hacen rap, otros bailan. Hay un periodista grabando la escena, y justo detrás hay un bufón que se burla. Luego los movimientos se aceleran, y todo empieza a cobrar intensidad, pero la joven no deja de acompañar al grafitero defendiendolo con su música, los jóvenes no dejan de moverse, de seguir resistiendo, de seguir cambiando. Luego todo se detiene.
Luego de esto, la profe nos pide hacer un segundo ejercicio. Todos permanecen en círculo dándose la espalda, nadie se mira.
Cierren los ojos. Voy a decirles una palabra y quiero que visualicen una imagen, y luego la representen con su cuerpo. Cuando tengan la imagen lista solo den la vuelta, mirense un instante, y cuando todos la tengan lista voy a contar hasta 3, y cada uno va a formar su imagen. La palabra es Ciudad Bolívar.
Todos guardan silencio, visualizan su imagen, y poco a poco van dando vuelta.
Unoo, dooos…tres.
Liliana abraza su cuerpo, cierra los ojos, como si estuviera abrazando a un ser querido que recuerda con ternura. Sol hace un gesto como si estuviera gritando con todas sus fuerzas. Daniel alza el puño, mientras se mantiene firme, con los pies separados, la mirada de frente, y una expresión fuerte de la que brota una leve sonrisa. Es como si Ciudad Bolívar representara el amor, el cuidado, la fuerza y la resistencia por esa tierra y ese hogar.
El juego logra romper con las jerarquías, eso fue lo que pude observar en este taller del teatro del oprimido. Espacio en el que se encontraron chicos y chicas, que pertenecen a diferentes parches de Ciudad Bolívar que trabajan por el territorio, y que, al juntarse, vemos como el juego también pretende quebrantar el miedo.
Podemos ver todo el potencial creativo que tiene el permitirnos dejarnos sorprender, y reírse de sí mismo, lo que nos humaniza un montón. Algo también importante que observé es que todos los juegos teatrales, nos permiten hacer reflexiones que se vuelven políticas, reflexiones que no parten de lo racional, sino de lo corporal; luego, cuando te detienes a observar ya lo vuelves algo lógico. Con estas imágenes teatrales que pudimos explorar, surgieron algunos imaginarios y visiones que compartimos del territorio, desde las resistencias que se han vivido en Colombia hasta las huellas que han quedado; y lo que sentimos como jóvenes. Pero también hay allí mucha esperanza de que no estamos condenados a repetir toda la historia que hemos vivido, y también a reconocer que estamos en búsquedas muy parecidas de cambio
— narra Lina Herrera, integrante de Insurgesta, sobre su reflexión de lo que se vivió en el taller.
Insurgesta es un colectivo que representa los sueños y las luchas de las mujeres del sur. Es todo aquello que viene desde adentro, desde el interior de los territorios. Cuando distintas mujeres se unen para narrar su barrio, contar su experiencia, compartir sus búsquedas y juntarse, el entorno se va transformando. Todo empezó a sembrarse desde la cordillera de los Andes, en el sur de Colombia, en Pasto; cuando cuatro mujeres se reunieron para compartir y dialogar en torno al lugar de las artes en lo comunitario. Fue allí cuando nació la idea de crear un colectivo juntas, luego de hacerse preguntas, y conectar en torno a ese lugar en común: las artes escénicas.
En medio de esas charlas empezaron a preguntarse sobre aquello que las unía, y de allí surgió el nombre. Habían distintos sentires presentes desde el lugar de ser mujeres que habitan los distintos sures, desde el sur de Colombia hasta el sur de Bogotá; pero además de todo lo que implica ser mujer: la creatividad, la fuerza, la sensibilidad, las luchas. Todo lo que se gesta también es esa posibilidad de crear vida, de transformar, explorar, cuidar, trabajar y sembrar. Es así como Insurgesta representa de muchas maneras esa búsqueda por transformar y cuidar el territorio a través del trabajo colectivo; pero también de reivindicar las luchas de las mujeres, y proponer otras miradas del arte que nazcan del barrio, de la gente, de las diferencias.
Nací en pasto, estudié en la Universidad de Nariño, ahí conocí el teatro. Siempre he dicho que fue como estudiar dos carreras distintas, porque estudié artes visuales, pero al mismo tiempo entré al grupo de teatro en la universidad y éramos muy rigurosos porque ensayabamos todos las noches. Yo les he contado que el teatro en Pasto tiene una fuerza bien grande y allí empezó todo mi acercamiento al teatro. Luego fui parte del teatro La Guagua en Pasto, que justo está cumpliendo 15 años por estos tiempos, y allí estuve cerca de 8 o 9 años, compartiendo el teatro con las comunidades, especialmente con los niños y las niñas. Siempre me ha gustado imaginar reuniendome a jugar con ellos, usando el teatro como pretexto— cuenta Johana Nazate sobre su trayectoria en el teatro.
Johana es una de las mujeres que integran el colectivo, como nos cuenta en su relato, siempre ha tenido un acercamiento al teatro, y fue allí que conoció a Lina. Junto con Lina empezaron la exploración por las artes escénicas en la que, según nos cuenta, también estuvo coordinando la escuela de formación Aguaguarte.
Aguaguarte proviene de un quechuismo que significa consentir, y así se llamaba la escuela de la Guagua que representa al niño. Ese año fue toda una exploración, ya que partíamos de todo aquello que desconocíamos, y eso detonó distintas cosas en todos nosotros, pero sobre todo creo que allí empezó la pregunta sobre lo comunitario— dice Johana.
Cuando empezó a surgir la pregunta por lo comunitario, Johana cuenta que algún tiempo después se encontró con un diplomado de cine comunitario, en el que quiso entender un poco más a fondo sobre lo qué consistían estas apuestas sobre el trabajo comunitario. Allí se encontró en el camino con Liliana, con quien años después integrarían el colectivo de Insurgesta.
Conocí a Potosí por algunos documentales que vi cuando estuve en Tocancipá, y me gustó mucho todo lo que estaban trabajando desde allí. Ya después me vine a vivir acá a Bogotá, le escribí a la Lili, y nos juntamos con ella. Empecé a venir casi todos los días aquí a Potosí, aunque al principio fue difícil entender los procesos de la Casa Cultural, ya que hay cosas que nacen completamente de la comunidad, ya sea de los grupos de jóvenes, mayores o mujeres. Yo venía siendo una mediadora, que aunque tenía muchas ideas y sueños con el territorio, entendí que trabajar comunitariamente implica escuchar, y ceder muchas cosas, que al principio me resultaban complejas— narra Johana.
Insurgesta empezó a moverse en diferentes espacios culturales, trabajando con niños, adultos mayores, jóvenes y mujeres en particular. Johana, por ejemplo, cuenta que siempre le ha gustado trabajar con los niños y preguntarse sobre el lugar de la infancia, también desde un contexto político y social.
Me gusta pensar Insurgesta como ese lugar que viene desde adentro, porque siento que es necesario recordar y hablar sobre nuestras distintas experiencias de vida. Yo siempre disfruto de estar jugando, molestando, cantando y bailando. Así fue como un día nos sentamos con Liliana a hablar sobre nuestras infancias, porque me interesa mucho ese lugar de la infancia, como ese lugar en el que los niños deben estar jugando. Y siento que en el juego también hay una posición política, y allí se están tomando decisiones importantes en sus vidas. Al hacer memoria, me encuentro con que mi infancia estuvo llena de juegos, de cantos, y risas con mi abuelo o mi madre. Pero al compartir con las niñas aquí del barrio, me doy cuenta que hay muchas que no tienen esa posibilidad de vivir su infancia. Así que cada vez pienso que me gustaría que los niños del barrio tengan una infancia como la que yo tuve, esa posibilidad de imaginar, de crear, de hacer el ridículo o de cantar— cuenta Johana.
Johana trabaja con las niñas de Potosí a través del juego, las artes vivas y el canto. En medio de esa conversación, surgen algunas reflexiones sobre el por qué para muchos niños y niñas es difícil vivir en estos espacios de la infancia donde el juego sea una prioridad. Pero de allí mismo también nace la idea de que jugar también es una posibilidad de resistir, de liberarse, y encontrar otras alternativas de vida que permitan a los niños soñar.
A nosotros nos tocó demasiada realidad. No había momento para jugar, o fantasear, o ficcionar cosas. Sino que había que pensar en que necesitábamos comer, necesitábamos vestirnos. Había que pensar en quién se tenía que encargar de hacer el almuerzo, la comida o el aseo de la casa. Entonces era demasiada realidad allí que no permitía ese lugar del juego, y es lo que pasa con las niñas que llegan aquí a la casa cultural, es como si pudieran descargarse de todas esas obligaciones que tienen en sus casas; porque sabemos que hay familias que tienen 5, 6, 7 niños y niñas mayores cuidando a los menores, encargándose de cosas que no deberían. Pero aún así también se entiende la situación de los padres que deben buscar trabajo para suplir las necesidades básicas como la alimentación o el arriendo. Entonces vemos que los niños entienden que tienen que apoyar a sus mamás, pero también sienten esas obligaciones desde niños. Allí es donde vemos esa tensión entre el juego y la fantasía, versus la realidad y la necesidad—reflexiona Liliana Parra Florez.
El trabajo comunitario envuelve distintas memorias que habitan en el cuerpo, llegan llenas de recuerdos, de fuerzas que se juntan, experiencias que vienen desde adentro y que unen. Algunas de estas memorias surgen desde el mismo lugar del ser mujeres, como se han encontrado y como se ven reflejadas a través de otras mujeres.
—Uno de los recuerdos que más guardo tiene que ver con el trabajo que hicimos con Ecos de la loma, en el que hicimos una obra y teníamos que escribir un monólogo. La decisión que tomé para hacer mi monólogo fue pensar en una mujer que llega acá a Ciudad Bolívar a construir su casa, y sembrarla en la loma. Pensé que esa mujer se podía convertir en muchas mujeres y uno de los textos fue:
—Con estas palabras es como traducir este monólogo a una obra donde está la voz de muchas mujeres, de diferentes generaciones, desde nosotras las jóvenes, hasta las cuchas que empezaron a construir esta localidad, y se posicionaron como lideresas y mujeres fuertes que defendían el barrio. Fueron ellas quienes se pararon en la parte plana de Meissen, en el paro del 93, a exigir sus derechos: a exigir servicios públicos, a exigir que no se les subiera el estrato, porque querían subir el estrato, cuando ni siquiera tenían agua, ni luz, ni gas. Son mujeres que se han parado re duro por la construcción de la localidad. También lo han hecho en relación con las infancias, ya que fueron ellas quienes se organizaron para generar, en sus mismos espacios de vivienda, jardínes para cuidar a los niños y las niñas, ya que muchos de ellos quedaban solos o perdidos en sus casas, y algunos terminaban quemados. Entre ellas se apoyaban y de allí nacieron las madres comunitarias. Doña Carmen, por ejemplo, fue presidenta de la junta de acción comunal, y ella nos contó toda su experiencia como presidenta y lo duro que le tocaba también por ser mujer, porque en las juntas había muchos manes que no la tomaban en serio, o no le daban la validez a su voz o al rol que ella ocupaba. Cuando escucho a doña Carmen siento que me puedo ver reflejada en ella, pienso en que tal vez esa mujer podría ser yo cuando sea mayor, por su calidad, energía y su silencio también. Sentí mucha afinidad con ella cuando nos sentamos juntas a revisar los archivos que quedan guardados como memoria de todas las juntas de acción comunal que se han tenido. Era como retroceder en el tiempo y pensar como se ha ido transformando el barrio durante todos estos años. Me imaginaba a doña Carmen pidiendo la palabra, exigiendo orden en el lugar, y pienso en todas las luchas que han vivido las mujeres y que han sido poco visibilizadas también. Esa experiencia con Ecos de la loma me permitió encontrarme con otras mujeres de la localidad y seguir acercándome a la historia de Ciudad Bolívar, y así seguir reafirmando mi amor por el territorio y continuar en ese camino de lucha en comunidad— cuenta Liliana Parra sobre sus memorias de Ciudad Bolívar.
Doña Sandra Quito revuelve el sancocho humeante sobre la leña, se condensan todos esos sabores bajo el calor del sol. Con el cucharón sirve un plato grande y sustancioso con dos mazorcas, para quedar bien almorzado el resto del día, acompañado de aguapanela. Son casi las tres de la tarde en la Casa Cultural Potosí, bajo un sol que nos tuesta las cabezas.
La olla comunitaria siempre ha sido ese lugar para juntarse, compartir experiencias y saberes, y es casi que un ritual que convoca la unión de la comunidad, la reconciliación a pesar de las diferencias, y también la resistencia del compartir la comida.
En esta ocasión lo que nos encontraba era el gran cierre del Teatro en Comunidad de Cuerpos Hábito, en donde habrían diferentes muestras de los procesos creativos que se estaban gestando en el barrio Potosí. Allí se presentaron los diferentes grupos de personas mayores, niños, jóvenes, y grupos de música desde Los Zorreros, hasta los vientos de la música andina de Gabriela Ponce y Fuego Sureño.
La Casa Cultural de Potosí se transformó en este lugar de encuentro donde se juntaban todos los colores y las danzas tradicionales que envuelve el Carnaval de Negros y Blancos; las travesuras de los niños; las historias de los abuelos; las luchas de las mujeres; y todos los procesos de resistencia que se viven en el sur.
Me llamo Rosalba, me siento feliz porque toda la vida trabajé, nunca tuve tiempo de salir a compartir con amigos, no pensé que existía esto, estoy encantada de conocerlos y que podamos compartir— dice doña Rosalba, integrante del grupo de teatro de personas mayores.
“Ahora viene la presentación del grupo infantil, así que vamos a movernos al lugar que les pertenece a los niños”— dice Johana— mientras todos los niños corren al parque, empiezan a balancearse en los columpios, a rodar en el tobogán, esconderse, trepar los árboles, mientras suena de fondo una voz dulce que canta:
Una de las niñas trepa sobre un árbol donde cuelgan ojos de dios tejidos, parecen pequeñas cometas que vuelan. Siguen jugando los niños, mientras empiezan a pintar sobre una tela, luego algunos preguntan: “¿les gustan las mascarillas?” y empiezas a ver a la mayoría de adultos con avena y miel esparcida por la cara. Pero, luego, todos empiezan a escabullirse, y se empiezan a juntar, como si estuvieran planeando alguna travesura, se ponen sus máscaras pintadas, mientras toman bolsitas de harina en las manos, y cuando menos piensas debes salir corriendo para no ser atacado y quedar con la cara blanca como el pan. Se escucha una voz que dice: “no sean tan adultos y permitanse jugar”.
Al finalizar la muestra de los niños, el grupo de teatro de los jóvenes se toman la calle. Son cinco jóvenes con las caras pintadas, y los pies descalzos, mientras sostienen un objeto particular: una silla, donde toda la exploración escénica empieza desde allí. Con una silla, un objeto tan cotidiano, pueden nacer miles de formas, imágenes y exploraciones: algunos danzan sobre la silla intentando no caerse, otros saltan sobre ella, y otros imaginan allí.
Casi finaliza la noche, cuando Gabriela Ponce, una joven cantautora, venida desde Pasto, empieza a tocar en la guitarra las guaneñas, y los Huaynos. Al escuchar el rasguear de la guitarra, se empieza a repartir la chicha en la totuma, mientras poco a poco se van sumando personas al baile, y a la fiesta; algunos zapatean, otros chasquean los dedos, algunos solo escuchan; pero todos disfrutan de esta fiesta comunitaria que casi termina con el sonido de los andes, los sonidos del sur.
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